No somos Holanda, pero…

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Por: Cristóbal Cortés

México es un país vasto con múltiples riquezas en recursos naturales que si se aprovecharan de manera responsable nos colocarían como potencia a nivel mundial. Desafortunadamente, a partir de las prohibiciones del uso del cannabis de 1920 (con su consecuente criminalización y persecución), y su postrer desaparición del Compendio de historia de las drogas, de Juan Manuel Noriega, en 1941, publicación dirigida a estudiantes de medicina, química y farmacología, que la catalogaba como medicina y enseñaba seis modos distintos de preparación para tratar diversos males, pasó de ser una planta con un alto valor dentro de la medicina tradicional y académica a “una de las manías más perniciosas de nuestro pueblo”, según la propuesta del Consejo de Salud de 1920, al añadirla a la lista de sustancias peligrosas.

Tras tantos años de prohibición y criminalización de cualquier actividad relacionada con el cannabis, es un reto extremadamente grande e importante en este 2019 y años venideros la regulación de la mariguana y sus derivados, con vista a crear una industria nacional en beneficio de economías regionales en auge por medio de cooperativas, que después se podrán consolidar en entes más grandes.

Sin embargo, el otro punto importante de dicha iniciativa propuesta por Sánchez Cordero es la pacificación de este México que desde hace décadas parece desangrarse. Desde el 2006 se dio la susodicha Guerra contra el Narco, siendo presidente Felipe Calderón Hinojosa, y con ella un repunte de la violencia en todo el país que ha ido en aumento hasta hoy en día.

En este punto álgido para nuestra historia nacional, tenemos que analizar las experiencias de otros países que han pasado por un proceso semejante, para tener una visión más basta de la problemática, y que ésta nos permita reaccionar de la mejor manera ante situaciones venideras. Un país de referencia canábica a nivel mundial es Holanda, lugar que muchos ven como un paraíso para el consumo de drogas.

En la década de los 70, la sociedad Holandesa se vio confrontada con un serio problema de consumo y tráfico de drogas, con proporciones casi epidémicas. Su primera reacción fue precisamente la aplicación de medidas jurídico penales para buscar aminorar y controlar el problema. Sin embargo, poco a poco se dieron cuenta que lejos de mejorar la situación respecto al consumo y tráfico, las penas imputadas por posesión y uso de drogas impulsaron a los consumidores a ambientes más ilícitos para poder obtener las sustancias y evadir la ley. Esta situación acrecentó las ganancias y la magnitud del tráfico ilegal, y también expuso a los consumidores al peligro de caer en la red del tráfico. Durante esta fase hubo escasa atención a la problemática social, económica y psíquica ligada al consumo sobre todo de drogas duras (heroína, cocaína, anfetaminas, etc.). A. M. Van Kalmthout, partícipe de la oficina de Asistencia[CR1]  a las Drogas de Tilburg, afirma que si hubo en ese periodo medidas de asistencia para drogodependientes, “éstas se encontraron exclusivamente en el seno de las medidas penales coactivas y se dirigieron casi exclusivamente a la desintoxicación”[1].

Las autoridades holandesas se vieron en la interrogante respecto a la efectividad de las medidas tomadas en materia de consumo de drogas, y llegaron a la conclusión de que si las consecuencias de la criminalización, persecución y proceso de las personas que consumían sustancias ilícitas, resultaban ser negativas, el enfoque que se estaba tomando en esta materia no era el adecuado. Por tanto en 1976 se modificó de manera fundamental la vigente Ley del Opio, con lo que se modificó drásticamente la política oficial en materia de drogas, teniendo tres pilares fundamentales:

  1. Una estricta persecución penal de la producción y comercio con estupefacientes, en especial drogas duras, y una intervención penal igualmente estricta respecto de los denominados “delitos relacionados con la droga”.
  2. Una política de no intervención respecto de la posesión de pequeñas cantidades de drogas duras o blandas para el propio consumo, así como respecto del comercio de la entrega de cantidades para el consumo en ciertos centros.
  3. La oferta de múltiples prestaciones de asistencia a los drogodependientes.[2]

Todo esto con el fin principal de la reducción de riesgos ligados al consumo de drogas para los drogodependientes y para la sociedad misma. Al mismo tiempo, se diferenciaron por primera vez los productos de cáñamo, en cuanto drogas con riesgos menos graves, de las drogas con riesgos inaceptables, sometiéndose a un régimen penal especial, descriminalizándose su uso, pero no legalizándose. Situación que hay que tomar bien en cuenta al hablar en estos días en una regulación completa. No somos Holanda y claro, Holanda no tiene la capacidad industrial de producción de cáñamo que hay en México.

Una de las partes primordiales de la política de drogas holandesa fue, y sigue siendo, precisamente la descriminalización del consumo y posesión de pequeñas cantidades de drogas, tanto duras como blandas, destinadas al uso personal, y, a la par de esta descriminalización, programas de asistencia para drogodependientes que lejos de enfrentarlos violentamente con la desintoxicación, se enfocaron al análisis de los problemas sociales que empujaron a los individuos a recurrir a las drogas: marginación étnica, nivel socioeconómico, lugar de residencia, nivel de estudios, depresión, entre otros. En el momento en que se despenalizó el consumo de drogas (no sólo del cannabis) el adicto tuvo la oportunidad de pedir ayuda ya sin miedo a ser procesado, y el Estado, por medio de sus programas de apoyo, pudo ver por la salud de los drogodependientes para evitar infecciones, sobredosis y propagaciones de enfermedades como el VIH, al suministrar las dosis que el enfermo necesitaba, garantizando la calidad del producto, y llevando un seguimiento a su rehabilitación, si es que ésta era factible. Esta política de drogas hizo palpable la reducción del consumo de drogas fuertes a sólo 15 años de su aplicación.

En la propuesta de Ley para la regulación de Sánchez Cordero se resalta el uso medicinal del cannabis, e incluye una lista de padecimientos que han sido tratados de manera eficiente, entre los que destacan: Cáncer, Diabetes mellitus, Glaucoma, Epilepsia, Ansiedad, Depresión, Trastorno del sueño, Dolor crónico, Esclerosis múltiple, Asma bronquial, Isquemia cerebral, Síndrome de Tourette y enfermedades terminales. También se resalta la importancia de que este cannabis medicinal llegue todos, incluyendo a las poblaciones más desprotegidas y con menos recursos. Tal vez sería necesaria, aparte de esta loable pretensión altruista, tomar en cuenta la despenalización del consumo de drogas fuertes, a la par del cannabis, para ayudar por medio de programas de asistencia a esa parte de la comunidad que quedará, tras la luz de la esperanza, nuevamente marginada.


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